viernes, abril 10, 2009

Pasajeros.

Pensaba en el tiempo, en las mochilas, en lo que se pierde en el camino. Pensaba en lo fugaz; lo que no vuelve y lo que queda. Pero sobre todo pensaba en las personas pasajeras. En la nostalgia que habita en las cicatrices que dejaron los que se fueron.
A lo largo de la vida uno conoce personas de manera incesante, algunas se transforman en amigos, otras en algo más. Pero lo increíble es que algunas están destinadas a perderse. Por caprichos de la vida, por circunstancias o por olvido. Y cada pérdida es una cicatriz, con su correspondiente profundidad y dolor. Y a medida que el tiempo pasa, con los años, esas cicatrices se acumulan; y duelen.
Puede ser un día lluvioso, un aroma, una sonrisa semejante o un segundo en el que se hurga en la memoria. Puede ser cualquier cosa lo que abra la cicatriz, lo que acerque el recuerdo de quién ya no está. Y no son grandes acontecimientos los que renacen, no. Son detalles, son pequeños y únicos detalles, en apariencia sin valor, de esa persona. Los besos profundos y oportunos de aquella, la mirada pícara y escurridiza de aquel, la forma de hablar con silencios del otro o la felicidad contagiosa de esta.
Son instantes mínimos y seguramente imposibles de reproducir por cualquier otro; porque son, quizás, esos elementos específicos, que conmueven, los que le dan unicidad a cada ser. Y, al fin y al cabo, tal vez todo lo que posee valor está hecho por la suma de sus detalles. Pero cuando la representación de aquello queda en manos de la memoria únicamente, es cuando comienza la tergiversación y el olvido; y luego prosigue la nostalgia, que no es más que extrañar con pena aquello que ya no es parte del presente.
Y nunca volverá, jamás volverá a ser presente aquello que murió. Y las personas que han sido pasajeras, y ya se han ido, se han llevado consigo sus detalles inolvidables. Pero nos quedamos con la cicatriz, y con el anhelo utópico de aferrarnos a los que nos rodean en el hoy, aún sabiendo que el tiempo convertirá a algunos en pasajeros. Esperanzados, sin embargo, soñamos con las excepciones, y esclavizamos la memoria al capricho del ahora, porque no nos queda otra, porque es imposible aceptar la realidad; que todo, nos guste o no, es efímero, y algunas personas están destinadas a ser puramente detalles en instantes pasajeros de nuestras vidas.

Entender.

Ya sea por timidez o simplemente por mi dificultad para dispersarme siempre me he conducido mejor en un tú a tú que entre varias personas. No sé dividir la atención en mis relaciones. Me es más fácil, porque disfruto más, concentrarme y dedicar mi tiempo a una mirada que a varias. De hecho, estando en grupo y aun evitando por simple decoro que se me note la atención hacia una de ellas en concreto, yo sé a quien se encamina lo que digo, a quien se lo dedico, quien me interesa de una manera más profunda y a quien deseo llamar la atención.



Escribiendo también lo hago. Siempre, lo diga o no, mi escrito va dirigido a alguien. Cuando lo digo queda claro. Cuando no, quiero pensar que la otra persona lo capta. En otros y por la complicidad que me puede unir sé que no habrá duda. En el resto me da igual, lo hago lo sepa o no.



Hoy, como tantas otras veces, este escrito va dedicado a alguien. Alguien que en muchas ocasiones dice que no me entiende al leerme. Sin embargo y por una extraña razón en la que me gusta recrearme siempre sabe, pese a escaparme a su comprensión.



¿Puede haber un entendimiento más hermoso?



No creo.